6a. LA EXPRESION AFECTIVA
Toda entidad humana maneja una serie de energías, y una de ellas,
la emocional, se convierte en una fuerza importante para examinar, debido a que
impulsa fuertemente a los hombres a relacionarse bien o mal con sus semejantes.
Cada vez que un individuo recibe una impresión, ya sea interna o externa, en
respuesta se produce un movimiento emocional interno que toma una forma y un
color característicos, los cuales se observan en el Mundo de las Emociones. Lo
anterior se conoce como emoción o sentimiento. Sin embargo, el hombre tiene una
gran necesidad de expresar esas emociones, de derramarlas sobre cualquier cosa
o persona; esto se conoce con el nombre de afecto. Estos últimos se dividen en
afectos de atracción o de repulsión. Entre los primeros tenemos toda la gama
del amor, la simpatía, la amistad, la benevolencia, la devoción, la admiración,
etc. y, en la categoría de los afectos por repulsión, todas las variantes del
odio, la antipatía, la enemistad, la malevolencia, el antagonismo, etc.
Si buscamos la causa más profunda que impulsa al hombre a expresar
sus afectos, quizás podamos dar una respuesta que satisfaga nuestra inquieta
mente. En nuestro pasado evolutivo nos diferenciamos dentro del Creador, por la
contracción de su Voluntad, en entidades aparentemente individuales, en Chispas de la
Llama Divina. Esa individualización creó un gran vacío espiritual en el hombre,
pues éste se sintió separado de aquello que lo sostenía. No obstante, esa idea
es únicamente una ilusión, ya que nunca hemos salido de Dios y en él vivimos,
nos movemos y tenemos nuestro ser. La idea de separatividad causa en el hombre
una gran necesidad de expresar y de recibir el afecto, con el fin de encontrar
la parte perdida, la cual no es otra cosa que la unión total con la Fuente Original.
Cada vez que nacemos
recapitulamos etapas anteriores de evolución, bien sea en el seno de nuestra
madre física o en el de la madre tierra, en las cuales incubamos los vehículos
que nos conforman actualmente. Cuando estamos en el vientre de nuestra madre,
tenemos sentido de unidad, ya que recreamos esa etapa de la historia en la cual
la humanidad estaba inmersa en el seno de la Divinidad y no tenía ninguna
sensación de pérdida. En el momento en que nacemos y en los primeros meses de
vida, aún estamos en contacto muy cercano con nuestra madre; ella no se separa
de nosotros para nada. Durante ese tiempo seguimos con esa sensación de unidad
y todas las cosas parecen como una continuación de nosotros mismos. Para un
bebé no hay algo fuera ni dentro de él; por el contrario, ese algo que le rodea
es parte de sí mismo. Con el paso del tiempo el niño va estableciendo una
consciencia de individualidad. Cuando diariamente se le dice “¡no toques eso!,
¡cuidado con las cosas de la mesa! o “no toques a fulano” etc., se va
inculcando en su memoria que hay algo que está fuera de él, y en la medida en
que la madre le da mayor independencia,
irá ahondando en la creencia de separatividad con todo lo que le rodea. Es
precisamente esa creencia lo que ha originado en el inconsciente humano, a
través de las edades, una herencia de vacío afectivo o una sensación de ser
criaturas carentes de amor. Y el remedio a esas dos erróneas sensaciones se
pretende encontrar en la expresión de los afectos.
Debido a lo anterior, el hombre interactúa con los demás, y el
juego constante que establece en el dar o recibir, le va mostrando las
graduaciones de sus emociones y si es el caso su nivel de evolución. Examina,
por ejemplo, los sentimientos internos generados en respuesta a impresiones de
lo que está fuera de él; también percibe las simpatías o antipatías que
despierta en los demás, el grado de percepción de los sentimientos de otros y
su nivel de sensibilidad. Si balancea las simpatías o antipatías que despierta
en sus relaciones, quizá puede medir su grado de evolución; si es bajo, las
criaturas que lo rodean le producirán generalmente aversión. Si por el
contrario está en las filas de los pioneros de la humanidad, los demás seres
despertarán constantemente en él una gran simpatía. De igual forma ve que la expresión
de sus afectos no siempre es una comunicación honesta, sincera, clara y
transparente; no es fácil. En los primeros intentos de acercamiento, la fuerza
que se expresa no es la del Espíritu de cada hombre, sino la de sus energías
constitutivas, las cuales están en continua fricción. De hecho, cada individuo
experimenta una división entre lo que es su Espíritu y lo que son sus
pensamientos, sus emociones y sus fuerzas vitales, de tal forma que no siempre
lo que el Espíritu siente es lo que se expresa. En el común de los mortales, lo
que se irradia es únicamente la fuerza emocional vivida y ésta es una energía
que apenas está aprendiendo a manejar el género humano. Unido a lo anterior, la
convicción de que estamos separados del resto del mundo altera aún más la
expresión del afecto, y esto influye notoriamente en nuestros contactos
espirituales, los cuales se limitan sólo a los obtenidos a través de las
emociones, los pensamientos o las fuerzas físicas.
Otro factor que impide una expresión correcta del afecto es la
memoria. Nosotros actuamos de manera automática motivados por el archivo de
imágenes o de emociones, y nuestras reacciones se modifican o colorean por
ellas. En el momento en que vivimos una situación determinada inmediatamente
recurrimos al archivo del inconsciente y, por asociación, tendemos a reaccionar
con el mismo sentimiento con que lo hicimos en una experiencia similar del
pasado. Los afectos no escapan a ese proceso automático e inconsciente, y es
así que, cuando una persona ha tenido experiencias desagradables muy fuertes
con alguien en especial y éstas no han sido procesadas convenientemente, ante
el encuentro de la misma clase de individuos, se despiertan quizás sentimientos
de antipatía. Si la relación inicial fue de afinidad, la cercanía de individuos
parecidos hará que se actúe igualmente de manera simpática.
Nuestras expresiones de afecto pueden verse afectadas por exceso,
por defecto o por tergiversación o enmascaramiento. El exceso se da cuando el individuo,
ante el gran vacío afectivo o la imperiosa necesidad de ser amado, trata de
buscar una manera de comunicarse excesivamente con aquellos que él desea que le
quieran, bien sea una mascota, una familia, una persona del sexo opuesto, la
naturaleza, su nación, su gobierno, Dios o la vida misma. Esta clase de
personas suelen extralimitarse en el contacto físico y pueden recibir la
aprobación o el rechazo de aquel con quien interactúa. Si el otro individuo ha
tenido experiencias benéficas en el contacto, será muy bien recibido; si por el
contrario sus acercamientos físicos han sido traumáticos, la respuesta será de
rechazo, especialmente cuando sienta que están invadiendo su propio espacio.
Una persona con un gran vacío afectivo se apega muy fácilmente a
los seres que le rodean, siendo ésta otra señal que caracteriza los afectos por
exceso. Generalmente el individuo expresa contantemente su amor hacia los demás
sólo con la intención de llenar el vacío interior. Cuando los individuos están
presentes y le proporcionan lo que él necesita, se siente pleno y feliz; pero
cuando ellos faltan, experimenta nuevamente su vacío interior y esto lo lleva a
buscar su cercanía nuevamente. Así continúa su vida; contactos que van y
vienen, los cuales lo conducen a un círculo vicioso que le ocasiona
dependencia, origen de mucho dolor y sufrimiento.
Podemos concluir entonces que el apego tiene como raíz final un
vacío afectivo, que hace que el individuo se acostumbre a una corriente de ir y
venir de los afectos, la cual se convierte en una necesidad. Lo anterior
también conduce a los individuos a tener predilecciones en la expresión de los
afectos. Cuando sólo se ama a los que ofrecen estabilidad, los demás pasan a
ser individuos con los cuales no se debe interactuar, pues de ellos no se
recibe beneficio alguno. Así toman importancia extrema la familia, los
parientes, y aquellos que dan lo que se necesita: comida, sexo, dinero, amor,
expresiones afectivas, etc.
Pero existen otras formas, aparentemente muy buenas, enmarcadas
también en afectos por exceso. Por ejemplo, si alguien busca un acercamiento
con Dios, excluyendo a una pareja o a la familia, y tiene una gran necesidad
afectiva que no se ha sabido asimilar convenientemente, puede habituarse a una
comunicación frecuente con Dios, con la única intención de recibir aquello que
tanto necesita. Así, cae en una mística desbordada que lo conduce al fanatismo,
o a la intolerancia por otras formas de religiosidad. Muchos seres con fuertes
vacíos afectivos enrolan las filas de grupos religiosos, dirigidos por seres
oportunistas y explotadores que se lucran fácilmente con esos mendigos de amor.
El exceso de afecto, por otro lado, puede llevar al soberbio a buscar el
reconocimiento como una forma de ser querido. Esta clase de individuos
pretenden desarrollar una habilidad que momentánea y aparentemente los ponga en
un nivel superior a los demás, y así, al ser admirados, también se sienten
queridos. No siempre una persona notoria surge debido a un verdadero deseo de
crecimiento, sino impulsado por una gran necesidad afectiva. El constante
beneplácito de los demás únicamente ensalza el ego o sea los vehículos que
permiten la expresión del Espíritu, de tal suerte que el vacío afectivo del
soberbio nunca se llena y el individuo seguirá buscando mayor reconocimiento.
Toda su vida se convierte en un reto para subir escalones más altos que los
demás, no importa el precio que él o los demás tengan que pagar: hipocresía,
ostentación, vanidad, menosprecio por otros, dictadura, etc. Otra forma de
afecto por exceso puede llevar a la persona a la lujuria, que es la obtención
de placer a través de los sentidos. En el caso de los afectos, toma importancia
la voz, la mirada y el contacto físico, especialmente en el plano sexual. Con
frecuencia en la calle se ve a muchas personas mirando a otros lujuriosamente,
motivados únicamente por un vacío afectivo que se quiere satisfacer. A estos
individuos por lo general se les juzga como personas desagradables cuando en
realidad están sedientos de la energía del amor.
La expresión de los afectos por defecto es debida a los bloqueos
internos, los cuales se originaron probablemente por situaciones no procesadas,
por rechazos o por antipatías ocurridas en el pasado. Ante situaciones
similares y para evitar nuevamente la sensación de rechazo o la frustración, se
inhibe la expresión del amor. Puede ser el caso de niños maltratados
físicamente por sus padres o educadores, o niños nacidos en hogares con padres
poco expresivos y con temor al contacto físico, o individuos violados en su
intimidad, etc. Hay por doquier seres humanos indiferentes a las caricias,
otros incluso sienten dolor al contacto físico y a veces se tornan agresivos.
En ocasiones a estas personas se les mira mal, se piensa de ellas que son frías,
odiosas o calculadoras, siendo en verdad individuos con mecanismos de
protección, que usan para no revivir experiencias traumáticas del pasado y que,
como escudos metálicos, impiden la expresión adecuada de los afectos.
La tergiversación ocurre cuando el inconsciente, al darse cuenta de
nuestra necesidad afectiva y la de los demás, utiliza el arte de la
manipulación de los afectos, para saciar los deseos de algo o para recibir
amor. El niño es el mejor exponente de este mecanismo. Cuando él ansía algo ardientemente
y su madre se opone, entonces la enoja con aquello que la irrita y así llama su
atención. La madre, al querer calmarlo, generalmente cede a sus caprichos,
proporcionándole aquello que exigió. La melosería puede ser otra forma de
manipulación: si me das lo que quiero te regalo un abrazo o un beso. Los
adultos no escapan a estos dos tipos de manipulación; incluso algunos caen a
merced de la voluntad de otro, con la intención de recibir el amor que
aparentemente los llena. Muchos individuos acceden a prácticas extrañas en sus
relaciones sentimentales o sexuales, con el fin de tener a su lado a quien
ellas creen les proporcionan amor, así sea por breves instantes de tiempo.
Lo cierto es que esta mecánica de los afectos, no nos permite ser
auténticos en la expresión del amor. Si fuésemos genuinos, únicamente el amor
que surge del Espíritu fluiría en cada momento de la vida, no sólo en el
sentir, en el mirar, en el tocar, sino también en toda forma de lenguaje y de
contacto con los demás. Esto sería extraordinario; no habría vacíos afectivos
en los individuos ni exceso de expresión en los afectos; tampoco existiría
defecto en la expresión del amor, porque el archivo de experiencias
desagradables de la memoria no manejaría nuestras vidas ni mucho menos
coartaría nuestra libre expresión. Ahora bien, si rompemos con la errónea
ilusión de separatividad y nos sentimos parte de la Energía Una, de la
naturaleza, de la tierra, de la humanidad y de otros seres vivos, entonces
nuestro afecto será auténticamente la fuerza del amor que fluye desde la
Divinidad, y por siempre estaremos colmados de dicha y de paz, pasando de ser
receptores a dadores del amor universal.
Cada individuo debe mirar cómo expresa sus afectos y esta tarea es
relativamente fácil. ¿Qué sensación experimentamos cuando despertamos simpatía
o antipatía de los demás? ¿Qué sentimos cuando alguien nos toca? ¿Cómo
recibimos la expresión de los afectos cuando hay contactos con los familiares,
con los amigos, con los compañeros de trabajo, con personas del mismo sexo,
etc.? Examinemos si el contacto que hacemos con los demás es verdadero o sólo
busca llamar la atención. El contacto físico puede evocar en el cuerpo
sensaciones diversas como temor, rechazo, y a través de ellas podemos descubrir
si la capacidad de dar o recibir los afectos se encuentra condicionada por la
experiencia. Si hacemos un balance de ese tipo de sensaciones podemos revivir
el archivo que existe en la memoria.
Todo lo anterior vale también para nuestra expresión visual o
lingüística. La palabra nunca sale vacía ya que esconde tras de sí una emoción
asociada. Es bueno aprender a descifrar el tono y el timbre con el fin de
descifrar si la palabra lleva odio, amor, resentimiento o cualquier otra
emoción. La auto observación es la herramienta que tenemos siempre a mano para
ver nuestro interior afectivo y determinar si existen oscilaciones entre el
defecto o el exceso y/o el enmascaramiento; así logramos medir el nivel de
fluctuación y romper las formas negativas de comunicación amorosa. En ese
trabajo de observación diaria no debe existir juicio, análisis ni ninguna
búsqueda de explicaciones; simplemente debemos estudiar las expresiones afectivas,
aceptarlas y luego trabajar conscientemente sobre ellas, para expresar o
recibir correctamente los afectos. De igual forma, debemos romper con la
ilusión de separatividad, rescatar la idea de la unidad y permitir la expresión
del ser espiritual que mora en nuestro interior.
El Espíritu no tiene forma,
dimensión ni límites y constantemente podemos sentir las emociones, los
pensamientos, o las fuerzas vitales de otros. El Espíritu está por encima de
todo y puede romper las barreras de espacio, tiempo y separatividad. Esa
realidad, que despierta con el contacto espiritual verdadero, permite ver que
todos los seres están dentro de Dios y a su vez eliminar la necesidad de ser
queridos. Es así como la expresión afectiva se vuelve completamente desinteresada,
libre de exigencias, condicionamientos, bloqueos o inhibiciones. Sólo así
encontraremos por fin aquello que ha buscado la humanidad por miles de años:
paz interna y externa.
Los afectos miden nuestro fluir de la energía del amor; la manera
como expresamos el afecto es una medida perfecta de cómo nuestro amor fluye
hacía la vida misma. Si hay bloqueos y temores para expresar el amor a los
demás, ese mismo cerco lo tenemos hacia Dios, porque nuestros semejantes, no
son otra cosa que la manifestación de la divinidad. Si las experiencias
desagradables con otros nos producen conflictos o distanciamientos, esas
separaciones nos indican también conflictos con Dios. Sólo uno como individuo
es el causante de esa separación y no tiene su origen en las demás personas.
Uno es el sembrador que en el pasado plantó la semilla del conflicto. Para
unirnos con la Fuente Original debemos eliminar de nuestra vida las malezas que
nos impulsan poderosamente a fricciones con los demás, especialmente con los
allegados. Eso se logra con una auto observación diaria. Si así lo hacemos,
cuando nos preguntemos acerca de la calidad de nuestros afectos, podremos
contestar correctamente si existen bloqueos en ellos o si utilizamos el arte de
la manipulación o las otras formas de expresión negativa de los afectos.
De igual manera, debemos hacernos conscientes de que los demás
también tienen sus bloqueos en la expresión, pues ellos tampoco se han visto
libres de experiencias adversas que los llevan a actuar de determinada manera. Todo
aquel que odia es porque ha amado mucho y seguramente no encontró la
reciprocidad esperada. El resentido es probablemente una víctima de maltratos
pasados. Si logramos la comprensión de que aquel que tiene un bloqueo en la
expresión de los afectos, sólo tiene en su interior el dolor, trataremos de ser
más tolerantes y comprensivos. Cada vez que entremos en relación con alguien,
miremos ante todo nuestra actitud, ya que a través de la interacción
descubriremos el lado oculto que no vemos en soledad. La vida misma se encarga
de mostrarnos lo que no queremos admitir de nosotros y en los allegados está la
clave para saber cómo somos interiormente, pues ellos sólo reflejan ese lado
oscuro que no aceptamos. La ley de afinidad que opera en el Universo nos pone
en relación directa con aquellos seres que son como nosotros, y ellos deben ser
considerados, no para manipularlos, criticarlos o juzgarlos, sino para
conocernos interiormente. Los otros tienen algo que nos pertenece y nuestra
responsabilidad es descubrirlo.
Cuando hayamos alcanzado el contacto real y verdadero con nuestra
fuente divina, el amor no será más una fuerza encadenada y fluirá
espontáneamente a todos los seres por igual, sin importar las barreras del
sexo, de la nacionalidad, o de la creencias. Todas esas expresiones de
exclusividad como el creer que procedemos de familias distinguidas o que
tenemos unos hijos especiales a los que debemos amar por encima de los hijos de
otros, finalmente dejarán lugar a la idea de unidad con todas las cosas; el
amor individual será ilimitado y pasará a cobijar a todos los seres vivos. Si
en algún momento de la vida un individuo de estas características se ve
separado de sus familiares, no buscará a otros para conquistar nuevamente el
afecto, sino por el contrario, será el amor mismo, y éste fluirá de adentro
hacia afuera espontáneamente cobijando a todo ser viviente. El amor dejará de
ser externo y todos los gestos lo reflejarán: la palabra se volverá armoniosa,
la mirada será diáfana, el contacto será real y esas expresiones llegarán
directamente a todos los corazones, despertando el amor que yace en el interior
de los demás.
José Vicente Ortiz (A.K.)